martes, 26 de enero de 2010


De la autosuficiencia a la mirada del crucificado:
Unos mínimos bíblicos para el sacerdocio

P. Arturo Moscoso, sj.

INTRODUCCIÓN

La vivencia del sacerdocio, al modo de Jesús, está en haber experimentado la carencia in­terior, la flaqueza o la debilidad humana. Pues el sacerdote que haya sido probado en estas circunstancias podrá ayudar a los que se vean probados.
Se debe asumir como de vital importancia la com­prensión de la vocación sacerdotal unida a la expe­riencia de la debilidad humana. Este punto es tan definitivo que representa, a mi modo de ver, la señal del carácter e índole de la vinculación con Jesús po­bre y humillado.
PUNTO DE PARTIDA
Es muy propio que la vida del sacerdote se plantee a partir de algunos sentimientos que resuenan de manera muy convincente, como el ser fuerte en las adversidades, fuerte ante el dolor, fuerte ante la an­gustia o el tener éxito, lograr objetivos, triunfar en la vida y sobre todo, la eficacia: que sea capaz de conseguir resultados concretos y hasta medibles
[1]. Todo lo anterior como sinónimo de fortaleza, de templanza; en definitiva, como sinó­nimo de madurez. Cuántas veces se da por bueno, sin más, el que los demás estimen las aptitudes de un individuo y, como conse­cuencia, lo califiquen como buen candidato o buen formando de ca­ra al sacerdocio. Cuántas veces ha resonado en los oídos de un se­minarista, por ejemplo, como una confirmación de su vocación el que le tengan como bueno, piadoso, trabajador y apostólico. Un sin fin de cualidades que le hacen sentir que está y es apto para la vo­cación sacerdotal.
Sin embargo, otra parece ser la experiencia del sacerdote, conforme los años le van transcurriendo, pues en ellos se va topando con que muchas cosas deseadas no se han realizado ni las ha podido lograr; que las expectativas de otros no las ha podido satisfacer. Al contra­rio, se ha ido ahondando la experiencia de impotencia y la conse­cuente sensación de incertidumbre. No fue ni es menos extraña, pa­ra el sacerdote, la experiencia de la disminución, de la pequeñez en medio del fracaso. Las veces en las que han quedado en evidencia las muchas incoherencias entre su querer y sus acciones diarias.
De ahí que el sacerdote va reflexionando sobre qué distinto hubie­ra sido si hubiese estado seguro, (si es así como se lo querían hacer entender), de que también era estimado como apto por tener y ex­presar una suficiente debilidad y temor interior para sentirse mira­do por Jesucristo humillado. ¿Cómo hubiera sido si la condición para ser considerado idóneo hubiese dependido de sus fallas y erro­res como condición suficiente para entender las fallas y errores de los demás?
[2] Dicho de una manera más sencilla, que el hecho de cometer errores era suficiente condición para sentirse pecador. Pa­ra que suene sapiencialmente, que consta que logra sentirse sufi­cientemente ahogado, perdido, desarmado ante situaciones medianamente grandes como para ser capaz de entender el miedo, la caí­da, la oscuridad, la incertidumbre de los otros.
Por algo de lo dicho hasta aquí, o por otros ejemplos, parece que el sentido del sacerdocio ha ido en dirección contraria a la que el pro­pio Jesús mostró con su vida. Por eso no es de extrañar que, en general, el sacerdote, se empeñe en ocultar su flaqueza, pues sería tenido por "débil", y tal condición amenaza a la imagen sacerdotal. No es extraño seguramente, pues ejemplos sobran no sólo en la vi­da sacerdotal. El hecho de ser puesto en cuestión el individuo que haya dado muestras de debilidad, y no se diga de quienes hayan caído en faltas, consecuencia de sus debilidades. Y más duro aún, que ante la debilidad del sacerdote, puesta en evidencia, rápida­mente se deduce, como único camino posible, el iniciar un proceso de discernimiento que permita re-pensar la vocación.
¿Habría entonces una fundamentación bíblica para no excluir o se­ñalar a los candidatos que muestran en su vida la debilidad? Vea­mos, tomando como base algunos textos bíblicos.
1. La vida de Pedro
Lo primero que conviene abordar es la experiencia de un discípulo a quien Jesús evidentemente "ordena" y le encarga ser pastor, lue­go de una profunda experiencia de muerte de sí mismo:
"Conque, cuando almorzaron, dice Jesús a Simón Pedro: 'Si­món, [hijo] de Juan, ¿me amas más que estos? 'Le dice: 'Si, Se­ñor, tú sabes que te quiero'. Le dice: 'Cuida mis corderos'. Le vuelve a decir por segunda vez: Simón, [hijo] de Juan, ¿me amas?'. Le dice: Si, Señor, tú sabes que te quiero'. Le dice: Pastorea mis ovejas'. Le dice por tercera vez: Simón, [hijo] de Juan, ¿me amas?'. Pedro se entristeció porque le había dicho por tercera vez [...]. Le dice: 'Cuida mis ovejas'" (Jn 21, 15-1 7).
Este diálogo entre Jesús y Pedro es un acto de seducción en el que Jesús toma la iniciativa y Pedro, luego de alcanzar captar, discer­nir, intuir el porqué de la pregunta tres veces formulada, logra ha­cer memoria y se aproxima a Jesús desde su debilidad de pecador, del que se reconoce débil. Pedro se siente atraído por Jesús a una nueva realidad, diferente y radical. Jesús ofrece a Pedro la trans­formación de su experiencia: el paso de la autosuficiencia a la debi­lidad se hace fuerza y le pide que sea comunicada, transmitida, y contagiada a los demás. Para poder comprender este ofrecimiento y la nueva disposición de Pedro, es necesario volver hacia la géne­sis de la relación entre Jesús y Pedro, para descubrir cómo la expe­riencia de fracaso, de derrota, de dolor y de amargura, que a prime­ra vista aparecieron en el corazón de Pedro como limitantes e inclu­so destructivos, se convirtieron, por la expresividad de los ojos y de la voz de Jesús, en hecho portador de gracia.
Pedro desde su autosuficiencia
Marcos, con el pasaje de la cena pascual y la institución de la Eu­caristía, prepara el contexto previo al "anuncio de las defecciones" de Pedro.
Cuando Jesús se encontraba anticipando las consecuencias que so­brevendrían en medio de la pasión, aparecen la indignación y la au­tosuficiencia de Pedro.
"Y cuando cantaron los himnos salieron al monte de los Olivos. Y les dice Jesús: Todos daréis un mal paso, porque está escri­to: Heriré al Pastor y se dispersarán las ovejas'. [...] Pedro le dijo: 'aunque todos den un mal paso, yo no” (Mc 14,26-29).
En la respuesta de Pedro, dada la celebración de la eucaristía y mo­mentos antes de dirigirse al huerto, podemos sentir y oír el eco de nuestras propias respuestas, repetidas incluso muchas veces. Pe­dro antes de la pasión, aunque haya escuchado a Jesús referirse a ella, manifiesta una autoconfianza de no dar un mal paso, lo cual, según él, lo diferenciaba y lo diferenciaría de los otros. Diferencia que delata un individualismo encubierto, un orgullo que le ciega, un afán de espectacularidad que revela, a su vez, el sutil deseo de fa­ma y heroísmo que Pedro tiene.
El resto de compañeros, que seguramente también fueron testigos de estas palabras, escuchó la advertencia que Jesús lanzó a Pedro: "te digo de verdad: hoy, esta noche, antes que cante [el] gallo dos ve­ces, tu me negarás tres" (Mc 14,30). Pedro no se detiene ahí, pues ni siquiera parece hacerle mella la exhortación expresada por Je­sús. Marcos retrata a un Pedro porfiado y exagerado (Mc 14,31) que en sus siete se atreve a asegurar: "Aunque tenga que morir con­tigo, de veras que no te negaré" (Ibíd.). ¿Qué tipo de sentimiento hay en Pedro que le lleva a expresar con tanta vehemencia y con­fianza estas palabras?
Quizás lo que importa en este artículo sea subrayar la autosuficien­cia mostrada por un hombre que, hasta entonces, no había com­prendido y entrado suficientemente en el misterio de la pasión. Es que Pedro, al reaccionar de ese modo arrogante, estaba simplemen­te manifestando sus miedos encubiertos. Pedro estaba poniendo de manifiesto sus miedos ante sus imperfecciones. Pedro estaba reve­lando su "parálisis", su flaqueza o debilidad ante el conflicto
[3].


Pedro desde la mirada del crucificado
Es posible imaginar que los discípulos hayan pasado luego por ex­periencias parecidas a las de Pedro ante el derrumbamiento de un proyecto, al menos del modo como fue diseñado en sus corazones. De hecho, todo esto se derrumba ante sus ojos y en su interior. En medio de la dispersión, cada cual parece haber tomado el camino de salida que pudo encontrar. Pedro tomó el suyo, y, a pesar de to­do, "[...] siguió [a Jesús] de lejos". Este seguimiento, aunque haya sido "de lejos", era seguimiento
[4].
Pedro se mantenía a distancia y era, a pesar de todo, testigo de la patraña, del falso testimonio y de la sentencia criminal de los que acusaban a Jesús. Si Pedro no hubiese estado de algún modo "cer­ca", no habría "capturado" la mirada de Jesús: "Y al instante, cuan­do todavía él estaba hablando, cantó el gallo. Volviéndose el Señor, miró a Pedro" (Lc 22,60-61)
[5]. Es aquí cuando se da un vuelco en la vida de Pedro. La mirada de Jesús le permite regresar al momen­to en el que Jesús le advirtió: "Antes que cante el gallo, hoy me ne­garás tres veces" (Lc 22,61). Lucas se encarga de expresar este re­cuerdo. Pero, hay algo más que no es posible expresar en una fra­se o enunciado. Lucas se atiene a decir que Pedro "saliendo afuera lloró amargamente" (Lc 22,62).
Pedro se topa con la cruz de sus limitaciones, de su fracaso, de su pecado, de su mediocridad. Lo que había deseado y esperado no lo­graba realizarlo, no lo habría de hacer. Pedro, ahora sin tener que porfiar y exagerar, se siente aprisionado en medio de la oscuridad, y experimenta la impotencia en medio de la noche. ¿Habrá sido a esta oscuridad a la que hacía referencia Jesús cuando le dijo: "te di­go de verdad: hoy, esta noche [...], tu me negarás"?
Es cierto que Pedro se abraza con su cruz; pero también lo hace con el crucificado. La mirada de Jesús le permitió a Pedro ver y verse, comprender y comprenderse. La mirada de Jesús lo terminó de de­sarmar, pues se sintió no acusado, sino profundamente amado. Por eso, desde ahí, pudo sentirse "suficientemente" débil para seguir a Jesucristo. La mirada de Jesús le dio la gracia de saberse suficien­temente hombre de errores, de manera que empezó a percibir que era un ser humano de a pie, un discípulo más, un mortal como to­dos. Esa noche, su oscuridad iluminada por la mirada de Jesús le permitió enfrentarse con la frustración que quería evitar, que se em­peñaba en vencer y, sobre todo, que se negaba a aceptar.
Es aún más significativo subrayar que, además de que Jesús haya mirado a Pedro, Pedro se haya sentido mirado por Jesús, y lo que en verdad vio en Jesús lo haya llevado finalmente a llorar amarga­mente. Lo que Pedro ha experimentado lo convierte. Primero que todo ve, en Jesús, el misterio del dolor, lo que en definitiva, como efecto de la gracia, le permite situarse ante Dios. No es que con eso haya logrado una respuesta. La impotencia y la amargura que ex­perimenta le posibilitan, a su vez, que Dios se le revele. Revelación que no sólo le permite comprender su situación de quebradura in­terior, sino, sobre todo, conocer a Dios en cuanto experimenta el do­lor de Jesús, su impotencia y su amargura. Esto es lo que quiso ex­presar Job, cuando dijo "de oídas sólo había sabido de Ti, más aho­ra te han visto mis ojos. ¡Por eso me retracto y arrepiento [...]!" (Job 42,5-6). Pedro, al igual que Job, antes de la pasión y la amargura conocía a Dios de oídas
[6]. En Jesús, en su fracaso, y en su dolor, pudo ver a Dios y, como gracia consecuente, verse a sí mismo. Para Pedro, llorar amargamente significó la expresión más elocuen­te de experimentar en profundidad su ser débil, su condición frágil, su vulnerabilidad. Desde ahí, Pedro ya no tenía necesidad de dis­frazar su flaqueza, su oscuridad, su angustia ante Jesús. Ya no era necesario. Pedro se derrumbó y cayó (verdadero gesto de ordena­ción, de consagración). ¿Qué otra cosa hacen los sacerdotes a la hora de consagrarse, sino postrarse? Quizás sirva todo este reco­rrido para vislumbrar aún más el significado del sacerdocio, tal co­mo Jesús lo hizo y quiso que se entendiese.
¿Quién es ese Jesús en quien Pedro conoció el misterio del dolor, lo que en definitiva, como efecto de la gracia, le permitió situarse ver­daderamente ante Dios y reconocerlo como tal?
2. Algunos rasgos de la experiencia sacerdotal de Jesús
Muchas veces se tiene la gracia de meditar, y, sobre todo, de con­templar la pasión de Cristo. Ante el sufrimiento, expresión de una debilidad, llama la atención la fuerza de las siguientes expresiones con las que el evangelista Marcos quiere describir la experiencia de Jesús, en el huerto de Getsemaní. Para unos, escandalosa, y para otros, tan significativa.
"Y se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, y empezó a sentirse horrorizado y abatido y les dijo: ‘Mi alma está llena de una tristeza mortal. Quedaos aquí y velad'. Y adelantándose un poco, se postró en tierra, y rezaba para que, si era posible, pasara de él aquella hora" (Mc 14,33-35).
Jesús buscó apoyo, fuerza, consuelo entre sus discípulos. Jesús ex­perimentó el horror, el dolor físico y el abatimiento. Con lágrimas y sudor de sangre dirigidos a quien podría salvarlo de morir, mani­festó su dependencia e incapacidad. Sólo se echa por tierra quien siente que las rodillas se le doblegan. Esto es lo que trasciende en el texto de los Hebreos:
"No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual a nosotros, excepto en el pecado (4, 15) y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también envuelto en la fla­queza" (5,2).
Conviene no olvidar que Jesús instituye el sacerdocio precisamente en un contexto de pasión. Remitamos esta fundamentación al texto evangélico de la pasión según San Juan, pues desde ahí se com­prende el sentido profundo que Jesús quiso dar a su sacerdocio;
Un sacerdocio que se abaja, que bebe el cáliz y que vela
La opción de Jesús se concreta en estos pasajes. Celebrar la cena pascual no sólo representa para Jesús celebrar la vida de entrega hasta aquí vivida por él; sino, además de explicitar su decisión in­terior tomada desde que inicia su ministerio público, explicar su modo propio sacerdotal, parafraseando una expresión jesuítica.
La manera que Jesús tiene de mantenerse de pie, experimentando la debilidad, el abandono, queda sellada por una serie que ha que­dado impresa en la memoria de sus discípulos y que transcurre, más o menos, en este orden:
Lava los pies a sus amigos.
Cena con ellos.
Y reza, hasta el final.
Este modo de Jesús de "mantenerse en pie" trae consigo las siguien­tes consecuencias:
Poniéndose "a los pies de...":
Si Jesús, siendo el Señor y el maestro, ejerce su señorío abajándo­se; entonces, el sacerdote no tiene otro modo de ejercer su ministe­rio, sino poniéndose "a los pies de...", "desde abajo". El buen após­tol y discípulo que quiera seguir a Jesús como sacerdote, deberá ponerse a los pies de los demás en el servicio. El lavar los pies a otro y el dejárselos lavar suponen asumir en el corazón la gracia del ser­vicio desde la humildad, desde la sencillez. La gracia de lavar los enojos, las torpezas, las heridas personales, las condenas y juicios emitidos, las durezas del corazón y las hostilidades supone una de­bilidad y perdón compartidos. Rechazar lavar los pies a otros y negarse a ser lavado significan limitar la misericordia, la compasión y la bondad de Dios.
Beber el cáliz:
La cena representa la celebración de una vida que se entrega. El cuerpo quebrado, el pan partido, es la persona de Jesús y la san­gre, toda su vida. El apóstol o discípulo que se sienta llamado a vi­vir el sacerdocio al modo de Jesús tiene ante sí la pregunta: "¿be­beréis el cáliz que yo bebo?" (Mc 10,38). Jesús estuvo expuesto al sufrimiento desde que nació. El quebrarse, y el derramarse, aquí sacramentado, fue su modo sacerdotal de vivir. De esto nos pidió "hacer memoria
Mantenerse en vela:
Jesús pasa por el huerto. El sentido sacerdotal queda identificado con el orar, en medio del llanto, del quebranto, de la ambigüedad y el conflicto. Pasar por el huerto no sólo es experimentar la impo­tencia, la fragilidad, la desesperación, sino hacer vigilia. Jesús ne­cesitó velar para mantenerse de pie. Desde su debilidad se abrió a la gracia no sólo porque se le hacía intolerable para su humanidad, "Si es posible, que pase este Cáliz" (Mt 26,39); no sólo porque evi­denciaba, con profunda tristeza y soledad, la fragilidad y la peque­ñez de la condición del ser humano: "¿también ustedes quieren marcharse?" (Jn 6,67); ¿No han podido velar conmigo ni siquiera una hora?" (Mc 14,37); sino porque se abría al Misterio "Que no se haga mi voluntad sino la Tuya" (Lc 22,42), lo cual suponía una Re­lación y una entrega total de su libertad, de su vida. Y, que cons­te que el Señor, su Padre, no se manifestó como fuerza que lo libe­ró de la dificultad o de su propia debilidad; sino como ausencia, pa­radójicamente> llena. Hay que pasar con Jesús por el huerto.
Hasta aquí se ha venido hablando de la experiencia humana de la debilidad tanto de Pedro como de Jesús. Y cómo uno y otro se abrieron al Misterio y, siendo probados, asumieron, cada uno a su modo, el cáliz que les tocaba vivir.
No sería en vano dar un paso más e, inspirados por el texto de Emaús, diseñar un modo de ser sacerdotal propuesto, digamos así, por el propio Jesús de camino hacia Emaús.
Un sacerdocio que hace camino al andar:
La experiencia de los discípulos de Emaús es el itinerario que el sa­cerdote, por iniciativa de Dios, necesita pasar. En el texto de Lucas aparece un cierto itinerario de conversión que un sacerdote, acom­pañado por Jesús, necesita recorrer. Un sacerdote, como un discí­pulo más, necesita "ver a Dios".
Los discípulos expresan, ante la pregunta de Jesús, su primera dis­conformidad: "nosotros esperábamos" (Lc 24,21). Cuántas veces no han surgido en el interior de un sacerdote expresiones parecidas. ¿No está acaso un sacerdote llamado a curar enfermedades, a aliviar a los que sufren o, al menos, a que la gente le escuche, para que pueda presentar cosechas cuantiosas en la mies que Dios le ha en­comendado? Pues parece que la misión sacerdotal no va por aquí. Ante la expresión de los discípulos "nosotros esperábamos", Jesús les reprocha y les dice: "Oh ignorantes y torpes [...] ¿no tenía que sufrir esto el Mesías?" (Lc 24,25). Ahí están la ignorancia y la tor­peza sacerdotal: creer que el sacerdocio omite el sufrimiento y pre­supone espectacularidad, fama y heroísmo. Pues bien, para ser sa­cerdote es necesario sufrir. Esto supone, a su vez, hacer accesibles a los demás su propia fe, sus dudas, su desesperación. Los sacer­dotes no son los que curan y los que dan la vida; son personas pe­cadoras, débiles e indefensas. Asumir esta noción y aceptar que Je­sús recrimine suponen aceptar que Dios mismo es diferente, pues espera que se entienda que es necesario "sufrir".
Ahora bien, no se trata de un ejercicio de perfección o una meta a donde llegar. No es que uno se haga capaz de entender. Simple­mente que la vivencia del sufrimiento capacita en tanto convierte el corazón y consigue un cambio de mentalidad. Ninguna explicación del dolor satisface las ansias humanas de entender el porqué del sufrimiento, de la angustia, de la muerte. Sólo quien pasa por si­tuaciones de sufrimiento está "capacitado" suficientemente no para responder y dar una explicación sobre el dolor, sino para situarse auténticamente ante Dios y, de este modo, saber quién de veras es Dios. Esto es lo que el sacerdote de hoy necesita: entender, expe­rimentando su pequeñez ante el dolor, cuál es su puesto y quién verdaderamente es Dios.
El sacerdote necesita "ver a Dios". Es muy usual, infelizmente, que el sacerdote trasmita, hable, sermonee sobre Dios a quien conoce, en palabras de Job, "de oídas". Conocida es la historia de Job, que se enfrenta a Dios en una abierta rebeldía. Ninguna explicación del dolor ni consuelo alguno le satisface. Job exige la presencia de Dios, pues espera que Éste le explique el porqué del dolor, a quien le pide una explicación; este reclamo expresa literariamente el en­cuentro que tuvo con Dios en medio del sufrimiento. Por aquí de­be ir el oficio del sacerdote. Oficio que presupone de algún modo, a semejanza de la vida de Pedro o de Job, el encuentro con el mis­terio del dolor. Dolor que, a su vez, es revelación, pues permite comprender, como lo dijimos reiteradamente hasta aquí, la fragili­dad, la vulnerabilidad, la flaqueza del ser humano; ¿qué otra cosa sino su pequeñez
[7]?
El sacerdote que necesita ser dirigido y aconsejado:
"Y resulta que, aquel mismo día, dos de ellos iban de camino" (Lc 24,13). Importa reparar al menos en dos cosas. La primera que estos discípulos eran "dos de ellos", dos para que su historia sea considerada auténtica y, de ellos, para acentuar que formaban par­te de los considerados testigos de Jesús. La segunda, que los dis­cípulos conocidos como los de Emáús "iban de camino" de Jerusa­lén a Emaús. Esto significa que se alejan, como quien huye, de una revelación de Dios demasiado escandalosa e inaceptable: "Nosotros tenemos una ley, y según esta ley debe morir, porque se creyó Hijo de Dios" (Jn 19,7), de un proyecto que empezó entusiasmándoles y que terminó en el fracaso: "salvó a otros y no puede salvarse a sí mismo" (Mt 27,42) y, sobre todo, del verse comprometidos en medio del conflicto "Todos daréis un mal paso, porque está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas" (Mc 14,27). Parece que la in­tención era distanciarse de Jerusalén, de aquel lugar que se había constituido en el lugar de la manifestación definitiva de Dios. De hecho aconteció, pero no del modo como el corazón humano espe­raba; al contrario, lo que se había revelado fue un Dios ajusticiado y humillado.
"... e iban conversando entre ellos sobre todos esos acontecimien­tos" (Lc 24,14). Sobre todo, cómo Jesús, siendo un profeta podero­so de palabra y obra ante Dios y todo el pueblo, fue entregado a muerte y, lo crucificaron. Que fuera entregado y crucificado quizás sea susceptible de alguna explicación, más o menos, coherente; pe­ro que haya muerto y, en ese hecho, toda ilusión, toda esperanza ya es casi inadmisible, pues sencillamente el dolor es insoportable pa­ra el ser humano. Pero más inadmisible es la falta de respuesta, la carencia de explicación. Para los de Emaús más duro que el dolor de la muerte de Jesús, era percibirla, por eso andaban conversan­do y no precisamente llorando el sufrimiento de Jesús, como absur­do. Seguro que les resultaba incómoda la experiencia del dolor, pe­ro más escandalosa les resultaba la experiencia del sin sentido.
Ser sacerdote no significa ejercer el liderazgo desde el poder y el do­minio. Aunque sea llamado a ser pastor, guía, líder. Al contrario, se trata de ser dirigido y, por lo tanto, ejercer un liderazgo diferen­te, desde la ausencia de poder, desde la humildad.
Un sacerdote anónimo que camina en medio de la gente:
"Mientras [los discípulos de Emaús] conversaban y discutían, tam­bién Jesús, acercándose, caminaba con ellos" (Lc 24,15). Jesús se acercó, se aproximó, y se puso a caminar con ellos. Lo primero de todo, "acercándose, hay que caminar". Si aproximarse es ya un pa­so, el caminar es parte del asunto. No basta entonces con estar cer­ca, con aproximarse, pues se puede estar cerca de las personas có­modamente cercano como quien escucha sentado en su diván o en su oficina parroquial, o en su escritorio; es necesario caminar, y esto ya no parece tan fácil, pues requiere ir al paso de la gente, al rit­mo de su andar, ir por donde ellos caminan y, de algún modo, adop­tar su paso.
No creo que esto parezca novedoso, pues de un modo u otro se sa­be de esta interpretación. Conviene insistir en la presencia anóni­ma del resucitado, y de esto sacar las consecuencias: "Jesús, acer­cándose, caminaba con ellos, pero los ojos de ellos estaban incapa­citados para reconocerlo" (Lc 24, 15-16). El hecho de que los dis­cípulos no le hayan reconocido no creo que se haya debido a la re­ferida incapacidad de los discípulos; creo que hay una intenciona­lidad de Jesús. Jesús pasa de manera anónima. ¿Qué hay en es­to? Primero que todo, un llamado a contemplar la presencia de otro o de un Otro en los desconocidos que caminan por nuestros sende­ros y adoptan nuestros pasos. Que Jesús sea, y quiera ser, un anó­nimo no es extraño y sólo de este pasaje. Jesús aparece como un desconocido. Junto al lago de Tiberíades, "ninguno se atrevía a preguntarle: Tú ¿quién eres'?" (Jn 21,12). El primer día de la se­mana María Magdalena, que había quedado junto al sepulcro, se topa con la presencia anónima del resucitado. Juan lo expresa así: "Ella, creyendo que era el hortelano" (Jn 20,15). Pues bien, creo que aquí hay un llamado al anonimato entendido como un morir al re-conocimiento
[8]. Qué difícil se hace que el sacerdote no ponga su seguridad en el reconocimiento. Inclusive, socialmente hablando, es importante que lo reconozcan como sacerdote, y si para ello es necesario vestirse como tal, así se hará.
Llevar un distintivo que distinga a una persona como "sacerdote", del resto, es importante. Importa mucho decir quién soy, aun más si quien soy está por encima de todos y me permite, de todas todas, ser reconocido públicamente. Ser reconocido públicamente signifi­ca, además del afán ser re-conocido, la apetencia clara o disfraza­da de muestras de afecto y, no menos, de éxito y popularidad. Con lo cual, no acaba ahí este afán del re-conocimiento. Detrás de es­te afán está el artificio de la fachada, de la imagen que hay que ido­latrar; detrás de la que escondo el miedo de ser considerado alguien completamente irrelevante o, dicho de manera sapiencial popular, ser tenido como otro "hijo de vecino" más. Qué sutil tentación pa­ra el sacerdote que quiere ser honrado en lo que piensa, dice y ha­ce. Me parece que, en estos años, el sacerdote está llamado a ser alguien completamente irrelevante, viéndose a si mismo coma una persona con muy poca capacidad de impacto. El sacerdote debe en­frentarse, con sencillez, a una participación cada vez menor en es­te mundo, cada vez más secular. Aceptando, por otra parte, que los espacios que antes ocupaba, "gozando" de exclusividad, son, y de­ben ser, llenados por otros
[9].
El sacerdote que es reconocido en el partir el pan:
Entonces, ¿dónde está la vivencia auténtica del ser sacerdote? ¿Dónde está la posibilidad de vivir el ser sacerdote luego de "haber visto a Dios"?
El texto de Emaús, al que seguimos, cuenta lo siguiente: "Y entró a quedarse con ellos. Y se dio el caso de que, cuando estaba en la mesa con ellos, cogió el pan, rezó la bendición, [lo] partió y se lo da­ba. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron" (Lc 24,30).
Aquí está la posibilidad del verdadero reconocimiento del sacerdote, no precisamente por la parafernalia que lleva, que en algún caso fe­lizmente es auténtico. El sacerdote será reconocido sólo en el partir del pan. Jesús se entregó, eso representa el pan, su persona.
A manera de conclusión
El texto de hebreos "No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual a nosotros, excepto en el pecado (4, 15) y “puede sentir compasión ha­cia los ignorantes y extraviados, por estar también envuelto en la-fla­queza" (5,2)" ha de inspirar constantemente la vivencia y ejercicio del orden sacerdotal. Es cierto que todo bautizado está llamado a ejercer su sacerdocio, cuanto más aquellos que, por carisma y vo­cación, han sido llamados a postrarse sacramentalmente.
La experiencia de Pedro, el que su corazón haya pasado desde una autosuficiencia a un sentirse mirado por el crucificado, supone un acto profundo de "orden". Pedro conoció el misterio del dolor, lo que, en definitiva, como efecto de la gracia, le permitió situarse ver­daderamente ante Dios y reconocerlo como tal. El hecho sacramen­tal de la postración en el rito de ordenación de un presbítero, a ima­gen de Cristo "postrado", debe expresarse vitalmente, como fruto de la gracia, en el diario vivir del sacerdote.

[1] Existen expresiones muy frecuentes entre .sacerdotes .responsables de diversos ministerios; apostolados, trabajos, misiones: "¡Desde que estoy en esta parroquia hay más gente, hay más jóvenes!''; "En un programa radial tengo una audiencia brutal, enorme", "Ya llevo escritos tantos artículos"; "Soy solicitado en varios medio de prensa"; "Soy conocido en varios ambientes".
[2] Cf. BUCKLEY Michel J, porque lleno de debilidad o flaqueza humana... en Cuadernos de Espiritualidad, No. 62, julio -Agosto 1990, Santiago - Chile, 2-3.
[3] Sobre los sentimientos y las razones de Pedro no pretendo detenerme; pues lo que importa, al menos en la línea que propongo ir en este artículo, es subrayar el cambio de una actitud a otra, de una seguridad y determinación incluso exagerada a un sentimiento de impotencia y a una situación de quebranto.
[4] Así también lo remarca Lucas: "Después de prenderlo lo llevaron y lo metieron en la casa del sumo sacerdote. Pedro por su parte lo iba siguiendo de lejos" (22,54).
[5] Lucas es el único que trae este dato: "Volviéndose el Señor, miró a Pedro".
[6] Cf. BUSTOS José Ramón, cuando el dolor pone aprueba la fe, en Cuadernos de Espiritualidad NO 62, Julio -Agosto 1990, Santiago - Chile, 38-39.

[7] Es obvio que las anotaciones que me permito hacer no agotan ni expresan todo lo que es susceptible de ser abordado. Por lo tanto, trato simplemente de sumar algunas ideas según el objetivo de este artículo.

[8] Reconocimiento no sólo quiere decir ser re-conocido, sino el hecho de ser halagado, pues se es objeto de gratitud.
[9] En muchos actos de culto es cada vez mayor la participación de laicos, y esto es un buen signo. Muchas personas acuden más a psicólogos, consejeros matrimoniales en búsqueda de ayuda. Muchas labores de asistencia que eran competencia sólo de sacerdotes o gente religiosa, como colegios, centros de asistencia, son asumidas por gente civil.